En Haití, existen familias enteras que sólo tienen para comer galletas de fango. Las compran en el mercado a tres céntimos de euro la pieza. En un principio utilizaban arcilla, pero se acabó.
Cajenunes, 11 años, pone su mente en blanco antes de ingerir una galleta hecha esencialmente de lodo. La compró en el mercado de La Saline. Tendrá su sabor impregnado en la boca por horas. Su esclerótica es amarillenta. Acumula arruguitas debajo de los ojos, impropias de su edad. Se apoya en una pared del paupérrimo barrio de Cité Soleil (Puerto Príncipe, Haití) y enseña la lengua manchada de tierra. Espontáneo, pícaro, doloroso. Sin saberlo, muestra al mundo lo que tiene que comer para sobrevivir "No me sabe feo. Me quita el hambre", dice en creole. En la vieja cárcel abandonada de Fort Dimanche, Chante, 19 años, y sus amigas preparan las pastitas que ha comido Cajenunes. Su jornada comienza a las 4:30 am. Vierten los ingredientes en grandes barriles. Baten lodo, sal y manteca de verdura de baja calidad. Chante sostiene con el brazo izquierdo a su bebé. Tiene la camiseta desarreglada. Acaba de darle el pecho.
El proceso se parece más al que se emplea en la fabricación de ladrillos que a un ejercicio de repostería. Las artesanas dejan secar su obra en la azotea. Acumulan las obleas en filas de seis por 12. En un rápido cálculo se pueden contar casi 3.000. Así todos los días. ¿De dónde sacan el fango? Antes utilizaban una suerte de arcilla comestible. Pero su consumo masivo ha disparado los precios. En 12 meses ha subido un 30% y se ha descartado su uso. Se emplea la tierra que se acumula en las afueras de la ciudad, cerca de los basureros. Así, la propia masa es veneno. Proliferan tóxicos y parásitos (como la Ancylostoma duodenale, que en los niños produce retraso en el crecimiento y en el desarrollo intelectual).
Cuando las galletas están listas se distribuyen en el mercado de La Saline (donde se subastaron los primeros esclavos en América). Las exhiben en barreños. Venden tres piezas por cinco gourdes o nueve céntimos de euro. Familias enteras las consumen. Tres veces al día. No pueden pagar los precios de los alimentos básicos. Una taza de arroz cuesta 20 céntimos de euro y no les alcanza. Son seres humanos que viven con menos de 15 céntimos al día. Los comensales cogen sus pastitas y las comen por pedacitos. Desde el desayuno hasta la siguiente comida. Al anochecer, los vendedores recogen las galletas que no lograron colocar. Varias se han roto por la manipulación constante.
Aparece el último escalón de esta escalera de miseria: los que no pueden comprar una pieza completa mendigan los pedazos. Comen, dubitativos, con las manos juntas las sobras. A cierta distancia, sus siluetas esbozan una plegaria.
Fuente: Yahoo noticias